Por fin, después de casi cuatro años, vuelvo a pisar Euskadi. Ya no recordaba ese frío que se te mete hasta los huesos, ni esas praderas verdosas que parecen pintadas. Tampoco me acordaba de ese maravilloso paisaje que provoca de una forma tan sencilla sensaciones como tranquilidad y serenidad. El quedarse mirando a cualquier lado y evadirte de todo pensamiento, como si sin quererlo te introdujeras en un cuento de esos que tienen siempre final feliz. Tal vez porque ninguna de las veces que he estado en Euskadi me he fijado en las cosas de la misma forma. Esta vez he ido como estudiante de arquitectura, y con unos cuantos años más, y ahora observo todo bajo una mirada activa y despierta; tengo más inquietudes acerca de lo que me rodea y soy mucho más curiosa.
VIERNES 26
El primer día fue agotador, aunque muy intenso y productivo. Tuve mi primer contacto con el mundo a través de un papel y un pentel, ya que hasta el momento tan solo había dibujado dentro del recinto de la escuela, y eso en cierto modo es como una burbuja. Lamenté no tener tiempo para visitar el resto de la ciudad de Bilbao, ya que no la recordaba muy bien desde la última vez que fui…tenía más recuerdos de Donosti. Aun así, esas horas que pasé fueron muy útiles, incluso se me hicieron cortas. El museo Guggenheim sorprende hasta en el más minúsculo rincón. Tanto el edificio como sus alrededores son una mina susceptible de extraer ideas. Se podría decir que es una buena cantera de formas.
Nada más llegar, nos pusimos todos como locos a hacer fotografías. El Guggenheim se presenta como una figura imponente y majestuosa, como un gran ferry que está a punto de surcar el océano. Me recordó a lo típico de las películas, cuando se celebra un evento y todo parece marchar con normalidad, pero de repente aparece una mujer con un increíble vestido y unos andares que despiden elegancia por todas partes, y sin más, parece como si el tiempo se congelara, y todos los asistentes a dicho evento enmudecen y solo tienen ojos para ella.
Se nos veía bastante inquietos, y en cuanto nos dijeron que teníamos un rato libre antes de entrar al museo, todos nos fuimos despavoridos a investigar. Al final decidí colocarme en una zona bastante privilegiada de los alrededores para dibujar. Hacía un frío de mil demonios, pero a ninguno parecía molestarnos; es más, yo me fijaba a la gente y contemplaba en sus caras placer. Después nos trasladamos a otro lugar para tener otra perspectiva del museo; se puso a llover y eso dificultó un poco nuestra tarea, pero supimos paliar ese problema rápidamente.
Mientras recorría los alrededores del museo, sentía que no podía dejar de mirarlo. Cada curva, cada esquina, cada panel de cristal, tenía algo que contarme. Muchas veces me paraba unos minutos solo para contemplar lo bien que se integra en la ciudad, a pesar de ser un elemento que claramente contrasta con ella. Todas las proporciones están minuciosamente calculadas para crear esa mezcla entre disonancia y consonancia, que supongo que es una de las cosas que lo hacen tan especial. Sí que es cierto que altera en gran medida el paisaje, hasta el punto que, solo oyendo la palabra “Bilbao”, la primera imagen que se me viene a la mente es la del Guggenheim. Es el símbolo de la ciudad, aunque no tiene ninguna similitud con el tejido urbano. Dibujarlo me ayudó a conocerlo mejor, aunque me hubiera gustado tener más tiempo. De todas formas, hice muchísimas fotos que después he estado observando para rememorar ese recorrido tan agradable. Mi vista preferida es la que puede contemplarse desde el otro lado del río. Dibujando, sentada en el suelo, parecía de verdad un barco encallado que está a punto de zarpar; y mi recorrido preferido es el paseo que va bordeando la ría, siempre con el Guggenheim a un lado. Además, justo ese día había un saxofonista que puso la guinda al pastel, tocando obras maestras como esta:
Resulta ser una figura de un carácter tan escultórico, que si estuviera a menor escala podría colocarse perfectamente como decoración en cualquier parte. Pero, a diferencia de las esculturas, este gran objeto parece gritarte: ¿me has visto por fuera? ¡Pues espera a verme por dentro! Como si el exterior fuera un mero envoltorio que en su interior contiene toda la esencia.
Una vez dentro, el patrón general es quedarte mirando a todas partes, hacer fotos, y colocarse en algún sitio a dibujar. Sin embargo, Pedro dijo unas palabras dentro del museo que me hicieron pensar. Dijo algo así como: “un edificio no se mira, se recorre y se siente cómo éste te acoge, te envuelve. Tú te pruebas unos zapatos para ver cómo se adaptan a ti, no te los quedas mirando. Pues lo mismo pasa con un edificio”. Los edificios están hechos para las personas, y me reitero al decir que no son esculturas que hay que mirar. Son espacios que están hechos para nosotros, a nuestra medida.
Pues bien, seguimos sus palabras y comenzamos a recorrerlo por todos lados, perdiéndonos por su interior. Y digo “perdiéndonos”, porque este edificio es un auténtico laberinto. Las circulaciones están pensadas precisamente para eso, para que te desubiques y termines inesperadamente en cualquier lugar. Me dejaba guiar ciegamente por el edificio, simplemente. En cierto modo sí que existe una continuidad entre el exterior y el interior del edificio, aunque no de la manera en la que te lo esperas. Bueno, para ser sincera, al entrar no sabía qué me esperaba. Estaba ya tan sorprendida con el exterior que solo buscaba ver qué más sorpresas podía darme el interior. Las paredes blancas lisas y curvas, las otras revestidas con aluminio, y el cristal como cierre del edificio, son tres materiales que se relacionan asombrosamente bien.
De tanto deambular por el edificio, ¡casi se me olvida que es un museo y que alberga exposiciones! Entré curiosamente a ver alguna, pero lo que me pedía el cuerpo era seguir investigando por cada rincón.
Hubo momentos en los que me apeteció pasear sola por dentro, y otros en los que prefería compañía, porque comentar lo que ves con los demás te ayuda a ver las cosas desde otro punto de vista (aunque a veces estábamos tan concentrados en lo que estábamos percibiendo que ni siquiera gesticulábamos palabra alguna”. Incluso hubo tiempo para corretear como niños , reír y gritar, en la exposición de Richard Serra. Sus esculturas sí que incitaban a meterse dentro, y a experimentar con ellas, tocándolas y hablando en voz alta para escuchar el eco que producían esas paredes de acero de curvas indeterminadas. Además, yo tengo una manía, y es que lo tengo que tocar todo. Percibo mejor lo que me dice un objeto o un lugar si lo toco.
Obviamente, también hicimos una parada para dibujar y conocer mejor el espacio interior.
Después de la visita, fuimos directos a San Sebastián. A pesar de lo escasas que se nos habían hecho estas horas, había ganas también de tomarse un pequeño respiro. El hecho de que el albergue esté en un lugar tan tranquilo nos hace pensar que estemos en las afueras de la ciudad, en un pequeño pueblo. Ese retiro al campo, a lo tranquilo, sin dejar de vivir en la ciudad es una de las cosas que más me gustan de San Sebastián.
SÁBADO 27
En vez de ir en autobús, decidimos ir andando desde el albergue hasta el Kursaal, la siguiente visita que teníamos planeada, ya que muchos no conocían la ciudad y valía la pena aprovechar para recorrer el paseo marítimo entero, ya que el tiempo apremiaba y teníamos unos horarios bastante marcados. Al principio, a algunos les resultaba fatigoso caminar tanto, pero cuando llegamos al final del camino, nadie se quejó de lo cansado que estaba; eso es porque todos disfrutamos del paseo, charlando y contemplando las hermosas vistas.
No contemplamos durante demasiado tiempo el edificio exteriormente, aunque luego a la salida estuvimos un buen rato dibujando la costa desde el Paseo Nuevo, y el edificio aparece como si fueran dos cubos del malecón que se han desprendido, pero que prefieren mantenerse cerca del lugar al que pertenecen. En este sentido, el edificio se adapta perfectamente con el entorno, está evocado al mar. Guarda algunas similitudes con el Guggenheim, ya que ambos son edificios exentos, bordean una zona con agua, y no guardan consonancia con los edificios de alrededor, salvo en proporciones. A mí personalmente se me hizo más agradable la estancia en el Guggenheim por el recorrido exterior. Aquí tienes el mar, pero la distribución y la forma del edificio influyen mucho.
Volví a seguir las palabras de Pedro, y decidí recorrer el edificio, viendo a ver adónde me llevaba. Como teníamos unas guías que nos iban indicando que zonas debíamos ir visitando, el recorrido interior no fue tan personal como en el Guggenheim. Una de las cosas que más me llamó la atención al entrar fue la cantidad de madera con la que estaba construido el edificio. En su exterior parece tan liviano, con esas placas translúcidas, que entré con la idea de que me iba a encontrar con lo mismo por dentro.
De lo que me enteré genial fue de las cosas triviales y sin apenas importancia que nos contaban las guías, como dónde estaba el aire acondicionado, o que el suelo era de madera de roble. Algo que nos explicaron también, y que parecía más interesante, fue que Moneo tenía la intención de que la luz pareciera natural en todas las estancias del edificio, y por ello jugaba con los techos, que tenían aspecto de una cubierta que dejaba pasar a través de sus rendijas la luz, pero no era así. Pero bueno, si alguien es un poco observador, se da cuenta de eso antes de que otro se lo explique. Aun así, la iluminación natural de este edificio es su punto fuerte; nunca anda falto de ella, y es un elemento que se complementa con él. Uno no puede ser sin el otro. A la gente le suele llamar mucho la atención eso de que por la noche se iluminen los cubos, pero a mí me parecen mucho más fascinantes por el día. Naturaleza y arquitectura unidas. ¿Qué sería de este edificio sin la luz natural? Perdería toda la gracia. Lo que hace único al Kursaal es que el interior te envuelve como si estuvieras dentro de una gran caja, pero a la vez te hace sentir como si nada te cubriera.
Mientras dibujábamos, además de fijarme en esos detalles tan geométricos de las escaleras y de los pasillos, miraba a mi alrededor y veía a mis compañeros concentrados, trabajando en silencio. El hecho de que sea un edificio tan abierto, tan alto y tan imponente creaba un contraste con nuestras pequeñísimas, calladas y concentradas figuras que me resultó hasta gracioso. También tuvimos la suerte de que el edificio no estuviera repleto de gente.
Pero, sin duda, con lo que me quedo de esta visita es con los auditorios. Abres una pequeña puertecita, creyendo que vas a entrar a una sala como las de la Escuela, y te encuentras con eso. Sencillamente indescriptible…me sentía enana ahí dentro, era tan grande que no sabía dónde meterme. Sobre todo en el auditorio que era más grande; me dio la sensación como si acabara de entrar en una gran cueva subterránea, como si estuviera haciendo un viaje al centro de la tierra. Debe de ser impresionante actuar o interpretar algo en ese auditorio, uno debe sentirse realizado tras representar lo que sea ahí. Me dieron ganas de que apareciera un piano para ponerme a tocar, solo para escuchar la acústica que tenía ese espacio. De verdad, que tiene que ser increíble…
Las dimensiones estaban pensadas para albergar a un número muy alto de personas. Siempre me he preguntado por qué en los salones de actos y en los auditorios importantes, las paredes poseen esas formas y esas curvas. Iván nos explicó que a la hora de construir un auditorio hay que tener en cuenta tanto las dimensiones como los materiales, y que estos están colocados de una forma u otra por una razón: la acústica. Para construir un edificio cualquiera, se tienen siempre en cuenta los materiales, pero en este caso se debe ser muy riguroso.
Cuando yo tengo algún concierto, siempre me encanta meterme entre los bastidores y observar a mis compañeros desde ahí, pero nunca me había fijado en todo lo que hay por encima de mí: unos sistemas complejísimos que no entendí muy bien pero me dejaron impresionada.
Tras la visita, tuvimos un tiempo libre para dar un paseo por la parte vieja de San Sebastián. Los recuerdos que me vienen de la parte vieja de Donosti son ese olor a mar que proviene de la costa y de los puestos de marisco que están siempre colocados al pie del puerto, junto con los típicos puestecillos de souvenirs y, a medida que vas subiendo, caminar por el paseo nuevo hasta encontrarte con el Kursaal, pasando por las atracciones de las ferias que ponen ahí durante la Semana Grande. Escuchar el bullicio de la gente tomándose unos chopitos en los restaurantes cerca del puerto, los niños emocionados haciendo cola para entrar al aquarium… Esta vez no ha habido nada de eso. Ha sido como no volver al mismo sitio, a una ciudad distinta, lo que me ha dado la oportunidad de conocerla mejor. Dimos un breve paseo, buscando un sitio para comer pintxos, como no. El estar dando vueltas hasta encontrar un sitio que nos gustara a todos fue una agonía muy placentera. Podías ver a la gente caminando, a su bola, con cara de no tener otra preocupación más que dar una vueltecilla con los amigos o con la familia.
Después, como he dicho antes, estuvimos dibujando desde el Paseo nuevo, aunque no lo recorrimos, así que no vimos la escultura de Oteiza. Por el contrario, pasamos otro rato en la plaza donde se encuentra el museo de San Telmo, al cual no entramos pero que también nos muestra una fachada muy peculiar, que produce un contraste absoluto respecto a la iglesia que hay en frente. Esa plaza tiene pinta de estar normalmente llena de gente, por los restaurantes y cafeterías que hay alrededor, pero aquel no parecía un buen día para salir.
Al rato, volvimos hacia Ondarreta, para dirigirnos al Peine del Viento, un sitio imprescindible de visitar. Allí ya nos estaban esperando los profesores, que se habían buscado unos buenos sitios para ponerse a dibujar. Tras estar un buen rato haciendo el tonto con las olas, que llegaban hasta el paseo, nos pusimos serios nosotros también. La estampa del lugar en ese momento debía ser única: un montón de estudiantes de arquitectura subidos a las rocas, con las manos casi gangrenadas por el frío, dibujando y mientras riendo y disfrutando del sonido de las olas, del paisaje, y sobre todo, de la compañía.
![IGF-130427-008](https://isabelguevarafdezdai.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/04/igf-130427-008.jpg?w=300&h=97)
Tiene todo el sentido que este lugar se llame el “peine del viento”, porque las esculturas de Eduardo Chillida en realidad es lo que intentan emular. Es fantástica la imagen que se ve cuando las olas rompen y se lanzan hacia ellas, como si estuvieran batiéndose en duelo.
Helados, volvimos al albergue y nos preparamos para una de las mejores noches de mi vida, todo hay que decirlo.
DOMINGO 28
Tuvimos que madrugar también… ¡no se puede decir que no hemos aprovechado el fin de semana! A echar el último vistazo a ese paisaje idílico, pisar la arena con los pies descalzos, mojarse con las olas de la orilla… y de vuelta a casa, no sin antes hacer una parada en Navarra, en el Museo Oteiza. Pedro en clase nos ha hablado mucho de él, ya que su obra, sin estar relacionada con la arquitectura, plantea muchas cuestiones que pueden extraerse y aplicarse a ella.
El Museo Oteiza estaba totalmente hecho a la medida de este artista, sin dejar de tener el aspecto del típico caserío en la ladera de la montaña, apartado de toda civilización. No contemplamos demasiado el exterior, queríamos entrar ya porque hacía un frío insufrible. Yo fui directamente a las vitrinas donde estaban expuestas todas esas figuritas hechas con alambre, con tizas y con metal. En todas se percibe esa idea que él tenía de ir extrayendo masa para crear espacio. Oteiza era un hombre muy trabajador, que nunca se cansó de imaginar y de crear cosas nuevas. Resulta sorprendente que todas las piezas sean únicas, y que a una escala tan pequeña haya podido visualizar tantos tipos de posibilidades.
Como me parecía un poco absurdo ponerme a dibujar las piezas, porque había tantas que no sabía cuáles elegir, me decanté por dibujar la arquitectura del museo. Me llamaron muchísimo la atención las rampas y los huecos que había perforados tanto en el techo como en las paredes. Era arte en sí mismo ese museo.
Finalmente, tras la visita, montamos en el autobús y volvimos hacia casa, pero con una muy buena sensación por dentro. Este fin de semana hemos aprendido mucho, en todos los sentidos. Siempre que vuelva a Euskadi, recordaré este viaje y anhelaré estos días, que jamás volverán a repetirse.